Sobre el abuso religioso

Llevo varios días intentando articular esto. Eso suele pasar con cosas complejas, o tristes, o cercanas al corazón...

El abuso religioso existe. El abuso emocional y físico dentro de las iglesias, la corrupción, y particularmente de parte de líderes de algunas comunidades, existe.

Hay algunos que argumentarán: “eso sucede en todos lados, no solo en la Iglesia”. Si bien tienen razón, están perdiendo el punto al afirmar esto, están perdiendo de vista la gravedad que no solo concierne a estas vejaciones y delitos: se trata de que la Iglesia genera una contradicción indiscutible con el sentido mismo de su ser en este mundo.

La Iglesia existe para bendecir al mundo, no para oprimirlo. Cuando la Iglesia se torna del lado del opresor, cuando le defiende, cuando le justifica, cuando le oculta, se está traicionando a sí misma. Está traicionando y negando al Señor que le llamó, al que le llamó para el bien.

En los últimos años, el mundo ha sido testigo patente de cómo dentro de la Iglesia cristiana se han manifestado escándalos de toda índole, desde irregularidades financieras hasta manipulación emocional, e incluso abuso de tipo sexual. Si bien para nadie es secreto que el catolicismo ha cargado con estos problemas desde hace tiempo, es muy importante resaltar que esto no es un problema limitado a una rama del cristianismo. Sucede en el mundo protestante también.

Todo esto despierta indignación, burla y hasta desprecio por parte de muchísimas personas, debido al alto estándar moral que a menudo la Iglesia ha profesado.

Aunque he dejado claro que esto no es ajeno al “resto” de la humanidad, se espera de los creyentes, especialmente de los líderes, que no solo denuncien estas actitudes, sino que generen sistemas de “blindaje” para proteger a las potenciales víctimas.

A menudo, cuando se presentan este tipo de situaciones, muchas personas adoptan un enfoque negacionista, porque estos escenarios quiebran la narrativa perfecta que muchos tienen sobre los creyentes, y sobre todo de sus líderes. Sin embargo, cruzar de lo idílico a lo actualmente real para ver cosas como estas, es urgente y necesario. Lamentablemente estas actitudes son las que generan que las estructuras de poder se perpetúen, y las personas que podrían dañar a otros debido a su posición, se vuelvan incuestionables.

Hay que denunciar la injusticia. Es abrumadora la cantidad de pasajes que hay en toda la Escritura que nos llaman a defender la causa del vulnerable, en todos los sentidos. Es tan interesante como triste cómo muchas personas encubren casos de maltratos con el argumento de “no manchar la obra de Dios”. Lo que no reflexionan es que realmente esto funciona de manera opuesta: el hecho del encubrimiento denota indolencia y complicidad. Cuando estas situaciones se guardan debajo del tapete, tarde o temprano emerge el mal olor, aquella suciedad que se oculta termina pudriéndose y corroyendo a su rededor; y esta es una de las formas en que la Iglesia deja de ser “sal” y “luz”, como decía Jesús. Lo que sana no es el encubrimiento, es la transparencia. No se redime lo que no se asume. Cuando nos pronunciamos estamos reconociendo algo, lo estamos sacando de la obscuridad para que se ilumine y se haga aquello que se debe hacer.

Pero también hay algo que he descubierto. Y es que la denuncia que nace de la mera indignación y rabia, suele descarrilarse y tomar una forma vengativa que deja de lado el elemento del perdón y admite la venganza, la cancelación y la violencia. Esta no es la manera de ser profeta, tampoco es la forma de ponernos del lado del débil.

Jamás insinuaría que no existe la rabia en medio de la denuncia, sería descabellado. Pero un alma que denuncia debe ser una que a la vez esté revestida de gracia, si es que no quiere perderse a sí misma en el proceso de buscar la justicia. ¡Debemos cuidar mucho nuestro corazón cuando se trata de perseguir justicia! A menudo nos inclinamos por la vejación y la falta de misericordia, y sin misericordia la justicia se diluye. Buscamos justicia por amor a la víctima, y por más difícil que suene, deberíamos desear la restauración del victimario, pues no existe tal cosa como un opresor libre. Quien quiera tener la fe de Jesús, tendrá que aprender a amar al victimario, aunque le cueste la vida, aunque le tome toda esta llegar ahí. Y quien entiende que es imposible hacer justicia si se ama al victimario, creo que necesita aprender más de amor y de verdadera justicia…

He participado de distintos círculos cristianos, tanto a través de redes sociales, como también intercambios personales. Y tengo que decir algo: ciertas reacciones y comentarios me han llegado a recordar, que hay un cristianismo tan enfermo, tan deleznable y embriagado de sí mismo, tan indigno del nombre de Jesús, capaz de justificar los actos más viles para saciar su sesgo de confirmación y salirse con la suya, a la vez que continúa diciendo: “caminamos la misma senda que el Maestro.” ¡No! No la caminan y provocan que otros no quieran caminarla tampoco, e incluso que otros afirmen que aquella senda optativa del seguimiento de Jesús es falsa, un simple rumor.

Normalizamos a punta de versículos o tradiciones dañosas, el abuso y la traición al Evangelio que se pretende defender, irónicamente, justificando, encubriendo, o haciéndonos cómplices de la injusticia.

Sé que existe en mí la tentación de convertirme en todo lo que critico. Por eso debo tener cuidado. Necesito reconocer mi propia oscuridad, y perseguir la luz con humildes pasos… pues no hay otra forma. Cuando se nos dice en Juan 7.27 que “juzguemos con juicio justo”, nos apunta a un corazón limpio. No muchas personas pueden realizar un juicio balanceado, equilibrado, evaluando las circunstancias y no dejando que las emociones nos roben la razón.

Hay tanto más que decir. El tema es complejo y tiene muchas aristas. Considero que este es un grano de arena, la punta de un iceberg colosal. Abajo les adjunto un video promocional de un libro del autor Miguel Pulido (libro que aún no he leído, pero aparece como audiolibro en YouTube). En este breve audiovisual aparecen varios líderes y personas relacionadas a la fe que dan un gran primer paso: reconocer que la Iglesia ha pecado, es decir, que ha fallado en su cometido. Por esa razón lo comparto, pues por supuesto, hay líderes que no procuran encubrir ni minimizar los daños, sino más bien reconocerlos y desde ahí partir. Que Dios nos ayude a no callar ante la injusticia, y a hacerlo con el corazón correcto.



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